entre fuegos
Los tiroteos ocurridos recientemente en Australia y Estados Unidos vuelven a sacudir una conciencia colectiva que parece vivir en estado de sobresalto permanente. Cada nuevo ataque se presenta como una noticia urgente, trágica y condenable, pero también como parte de una rutina que ya no sorprende del todo.
Esa normalización del horror es quizás uno de los signos más preocupantes de nuestro tiempo. Insistir en que se trata de hechos aislados es una forma cómoda de evitar preguntas incómodas. La violencia armada no surge en el vacío ni es producto exclusivo de individuos “fuera de sí”. Responde a contextos sociales cada vez más tensos, donde el enojo, la frustración y el miedo se acumulan sin canales claros para ser procesados. Cuando la violencia se convierte en lenguaje, el resultado suele ser devastador.
Vivimos en un mundo profundamente polarizado, donde el diálogo ha sido sustituido por la confrontación permanente. Las diferencias políticas, culturales o ideológicas ya no se discuten: se atacan. Este clima de antagonismo Constante alimenta narrativas que deshumanizan al otro y legitiman, de manera explícita o implícita, el uso de la fuerza como forma de afirmación o protesta.
En ese escenario, la presencia de armas y la facilidad para acceder a ellas adquieren un significado aún más peligroso. No se trata únicamente de marcos legales distintos entre países, sino de la forma en que la violencia se va integrando al imaginario social. Cuando la agresión se normaliza en el discurso, tarde o temprano encuentra expresión en los actos.
Los tiroteos en contextos tan distintos como Australia y Estados Unidos revelan que el problema trasciende fronteras. Aunque las realidades nacionales sean diferentes, comparten una atmósfera global marcada por la ansiedad colectiva, la radicalización y la sensación de vivir bajo amenaza constante. La violencia se contagio no solo por imitación, sino por un clima emocional compartido a escala mundial.
Las redes sociales y los medios digitales también juegan un papel clave en este panorama. Amplifican el conflicto, premian la indignación y convierten el escándalo en moneda de cambio. En ese entorno, el dolor ajeno se consume rápidamente y el ciclo vuelve a comenzar, sin espacio suficiente para la reflexión profunda ni para la prevención real.
Las víctimas suelen quedar reducidas a cifras o titulares, mientras el debate se desvía hacia la polémica inmediata. Se discute el arma, el agresor, el lugar, pero pocas veces se aborda el trasfondo social que permite que estas tragedias se repitan. Esa omisión colectiva es, en sí misma, una forma de responsabilidad compartida.
Hablar de estos tiroteos como consecuencia de un mundo polarizado no es justificar la violencia, sino reconocer que los actos extremos nacen de contextos extremos. Si no se atienden las fracturas sociales, el aislamiento, el discurso de odio y la incapacidad de convivir con la diferencia, seguiremos contando muertos y llamándolo sorpresa. La verdadera urgencia está en reconstruir el tejido social antes de que la violencia termine por definirlo todo.
POR: AZUL ETCHEVERRY
AETCHEVERRYARANDA@GMAIL.COM
@AZULETCHEVERRY
MAAZ



Publicar comentario