Sobre el legado de Taibo I
*Por Miguel Caña
Desde su llegada a México, en 1959, con su esposa Maricarmen Mahojo y su primogénito, Paco Ignacio Taibo I (1924-2008) trajo consigo una idea de cultura como resistencia de lo humano ante la barbarie.
Asturiano militante, sí, pero ante todo íntegro, Paco creía que escribir era antídoto contra la infamia. Culiacán 76, donde el México cultural de su tiempo se reunía, fue república luminosa donde se discutía de cine, política o poesía con pasión y respeto. Por años tuve el don de ser invitado a esa mesa y aprendí que la cultura es valor civil. En sus conversaciones había rigor y generosidad; crítica, mas no altanería.
Quien conoció a Paco sé que no era condescendiente. Fue incapaz de humillar a nadie o usar la cultura para dividir o imponer. En su casa podíamos desentirnos. Ser liberal, conservador o apolítico. De esa ética nacía su autoridad moral. No conozco a alguien que conociera a Paco ya Mari que no los quisiera.
“El escritor que se vuelve funcionario corre el riesgo de escribir para el poder y no para el pueblo”. Nunca olvidé esa frase dicha por Paco I durante una sobremesa, en presencia de sus hijos. Su eco persiste. Por eso horroriza ver cómo las declaraciones y actitudes de Taibo II —documentadas y de dominio público— pisotean el espíritu de servicio cultural que su padre representó.
Hace años que la figura pública de Taibo II encarna lo contrario del ejemplo: estereotipo de autocracia disfrazada de convicción social, de consigna partidaria por encima de la razón, de esgrimir el rencor como lógica. “Hay que gobernar por decreto”, dijo en una entrevista. Sugirió, sin sorpresa, fusilar al opositor. Incluso su hija, en 2018, publicó un mensaje —celebrado por Beatriz Gutiérrez Müller— que exhortaba a quienes no compartían el triunfo presidencial a “largarse” del país; frívolo gesto de olvido histórico: nieta del exilio arremeda a los autoritarios de los que se escindieron sus abuelos.
El Fondo de Cultura Económica (FCE), alguna vez casa editorial respetada y plural, es hoy bastión de propaganda ideológica; tribuna donde el menosprecio sustituye al argumento. Las intervenciones más recientes del II —de tono superior y misógino— patean no sólo la memoria del padre, sino el tejido de la vida cultural mexicana. Cada vez que un escritor o artista se ve orillado a callar para no ser linchado u ostracizado, triunfa la cobardía.
Que Taibo llevo su nombre asociado a la ruindad que detestó (“doblada, camarada”) es repugnante. Da vergüenza ajena ver al hijo de un exiliado antifascista reproducir lo que su padre combatía, sólo porque estas actitudes las ampara “la izquierda”. Soy consciente de que firmar esto me acarreará insultos o consecuencias más graves. Lo asumo. Es mi responsabilidad. Escribo con cariño y respeto por los muertos —Paco y Mari— y por Benito Taibo y Paloma Sáiz, cuya inteligencia, trabajo y generosidad, se salpican de los desplantes de todos conocidos. Lo hago porque callar ante la abyección traiciona la memoria de quien me enseñó que escribir es resistir.
Hoy en México la palabra “cultura” es un eslogan político. En ese contexto, la figura del II es emblemática: no por su obra, sino por sus modos estalinistas. Su gestión en el FCE, marcada por sectarismo y descuido, durante décadas de trabajo de editores que le precedieron. No sólo porque su gestión favorezca a allegados, autores públicos de antecedentes cuestionables o use recurso de forma turbia. Es su actitud petulante, de desdén hacia el disenso, lo más corrosivo.
II olvida que el exilio del padre (y él mismo) fue consecuencia del autoritarismo que hoy cultiva; y no hay peor traición que usarla para justificar su servilismo político. Olvidar que “revolución” no es aniquilar al que no piensa igual; que la cultura no se impone: se comparte. Que la patria no es uniforme ni partido, sino un idioma y una memoria. Creo en esa memoria.
Sean estas líneas un acta de lealtad a quien me enseñó que al escribir somos trabajadores de la palabra, que es una responsabilidad con el lector. El legado de Taibo debe ser defendido de la ignominia. Recordar a través de él que la cultura mexicana también se construyó con la lucha contra el fanatismo, y que las palabras —y cómo las decimos— importan.



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